La primera escena de Whiplash nos muestra el camino que recorrerá la película: un joven (Miles Teller, de la muy buena ‘The spectacular Now’ y próximo a ser Reed Richards en el reboot de los 4 Fantásticos) toca la batería en soledad y con un reguero de sudor que le recorre la frente, conjunción del regocijo y del esfuerzo extenuante, en uno de los cuartos del prestigioso conservatorio Shaffer, cima pedagógica de la música. Hasta que irrumpe el maniático profesor Fletcher (J. K. Simmons, con una solvencia extraordinaria, número puesto para ganar el Oscar) y el chico detiene la música sumando unas disculpas. Fletcher, que tiene una orquesta a la cual todos los estudiantes aspiran ingresar, el pináculo del elitismo, está siempre atento a la búsqueda de nuevos talentos, a pulir, con métodos que exceden lo riguroso, diamantes en bruto. El joven, entonces, topado en exclusiva ante una ansiada oportunidad demuestra –o intenta, al menos- su talento pero sólo consigue un -no demasiado estimulante- consejo de seguir practicando.
En ese juego de tensiones constantes entre alumno y profesor se maneja
Whiplash. Es que el académico utiliza, como dijimos, para con sus estudiantes
procedimientos formativos que sobrepasan la exigencia, agregando siempre una
cuota de humillación para con el subordinado, como si tocando fibras íntimas –a
él, por ejemplo, le recuerda constantemente la huida de su madre cuando era un
niño- consiguiese dar, por fin, con la culminante explotación de las
capacidades. Y así, una clase común deviene en un infierno interminable de
horas enteras hasta encontrar el tempo justo
mientras las manos de los discípulos no dejan de sangrar en la fricción del
incesante y acelerado choque de palillos.
El
prometedor Damien Chazelle se concentra en imprimirle un vértigo notable a esas
–llamémosle- contiendas, haciendo de la suya una película trepidante, con un
ritmo que por momento nos sacude como una suerte de montaña
rusa melómana que va en sintonía con esos solos de batería furiosos que parecen
transformar al batero en un animal que descarga allí todo el veneno contenido.
Y en esa euforia constante parece no importar demasiado que la presión
enfermiza transforme al protagonista en un obsesivo al que le pasa la vida por
un costado -es que para estar en la cima parece no poder existir otro camino
que el de la devoción enajenada, que esquiva las tentaciones amorosas
representadas en la muy bonita chica que vende pochoclos en el cine al que
frecuenta con su papá-. Estamos ante un frenético –quizá en exceso: a
semejante velocidad no se puede o, en realidad, no le interesa ser del todo
punzante en el diagnóstico patológico- drama sobre la asfixia en pos de un
sueño.
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