lunes, 18 de julio de 2016

El mejor, otra vez


Bien sabemos a esta altura que el cine es una religión politeísta y muchas gracias damos por esto, siempre habrá para el devoto cinéfilo inmensas dosis de gratitud por aquellos que reconfirman con sus obras los motivos de nuestra insobornable condición. No hay, lamentablemente, muchas deidades en actividad, triste e inapelable certeza mitigada con la frecuente aparición de quizás la más grande de todas, el señor Steven Spielberg, que todos los años, para la felicidad del mundo, despliega, variando los géneros, su inconmensurable talento, aleccionando con cada plano: basta con mirar sus películas para aprender algo –mucho- sobre cine.
Aunque muy buena, puede que The BFG no sea una de sus mejores películas, nulo demérito encierra tal afirmación, de todas formas, absurdo es entrar en comparaciones y aun así, cayendo en el error –todas forman parte de un cuerpo artístico mayúsculo- cuántas pueden superar gemas como Jaws o, muchísimo más cercanos en el tiempo, Bridge of Spies; cuántas tienen, como la flamante, tanta destreza narrativa, tanto despliegue visual, secuencias con el nivel de maestría como la del desenlace, con una cacería de gigantes, o la de la captura, cercana al principio. La respuesta es muy fácil, obvia, a decir verdad: pocas porque nadie filma tan bien como él.
De regreso al cine ATP, acá Spielberg toma una obra de Roald Dahl y, volviendo a trabajar con Melissa Mathison, guionista de ET, establece múltiples conexiones con su film del entrañable marciano pero invirtiendo las piezas: es la niña ahora la extranjera, quien debe adaptarse al mundo desconocido –el de unos gigantes- hasta cerca del final, al principio de manera forzada, pero sólo al principio, claro, porque Spielberg ama a sus personajes y los hará convivir repartiendo sueños y reprimiendo pesadillas, componiendo, al fin, como en aquella, una –otra- emotiva oda a la amistad.
Hay, sí, un costado muy negativo que se cierne sobre la experiencia de ver BFG: una vez finalizada la proyección el espectador, impelido por las luces que se encienden –porque no verla en una sala de cine es un pecado imperdonable-, debe salir a la calle, momento en el que sobreviene un lamento muy hondo por la inexistencia de gigantes, lo que provoca el deseo de volver al mundo de Spielberg, ese mundo de fantasía que es, en verdad, el que realmente vale la pena.

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