domingo, 15 de febrero de 2015

Batman Returns

'Birdman', de Alejandro González Iñárritu


Voy a empezar con una confesión: aun reconociéndole los inmensos –para muchos insalvables- defectos, hay algo del cine de Iñárritu –director no exento de talento- que me atrae; podría decir que sus películas me gustan. Quizás sea como una suerte de brote masoquista personal. El mexicano suele generar opiniones radicalizadas y parece gozar en esa exaltación del público, en la grieta –ay- que abren sus títulos. Podríamos considerarlos un provocador, quien pincha constantemente a los espectadores con elementos innobles, en su caso con una sordidez dramática insoportable que rebalsa sus obras -engordadas a base de bajezas que cierta parte del ambiente, una mitad de la cinefilia,  se encarga de engalanar como prestigioso otorgándole distinciones- que por momentos se convierten en algo así como una especie de catálogo de calamidades donde uno espera ver, como un ejercicio lúdico-cinematográfico, cuál será la próxima desgracia que se presente en la pantalla. Es que Iñárritu odia a sus personajes –ejemplos aleatorios: Sean Penn en 21 grams y su agonía perpetua; el incesante sufrimiento de Cate Blanchet turista en Babel; ni hablar de Javier Bardem en Biutiful, que de tanto sufrir hasta con los muertos hablaba- y se regodea en el sufrimiento eterno que les propina para poder disparar presuntuosas reflexiones. Pero en sus primeras películas –sobre todo en Amores Perros, con las siguientes el chiste quedó algo gastado- esta especie de misantropía gratuita quedaba encubierta por una ingeniosa -y algo distractiva- maquinaria narrativa que se ocupaba de entrelazar la composición coral. Con Biutiful –la primera luego de la pelea con su ex guionista Guillermo Arriaga- las manías quedaron todavía más desnudas al verse volcadas en una estructura más convencional.
Hubo sorpresa –al menos de mi parte- cuando se anunció que el próximo proyecto de Iñárritu iba a ser una comedia: cómo el mexicano, siempre con aire trágico, experto en torturar a sus criaturas y ahogar a los espectadores, iba, ahora, a hacernos reír.  
Birdman es el proyecto en cuestión. Riggan Thompson (Michael Keaton) es un actor que supo ser una celebridad en los noventa cuando interpretó en un par de películas al superhéroe del título, pero que hoy parece pulular por los indeseables caminos del olvido. Las nuevas generaciones no lo conocen y los que sí sólo por ese papel, que le resulta una carga pesada, insoportable. Porque Birdman es su álter ego: una irritante voz interior con quien discute constantemente, como un reiterado enfrentamiento que hace florecer en él sus peores miserias. Birdman es para el protagonista una carga de la cual parece no poder despegarse, un veneno sin antídoto. O sí: recuperar las miradas del público con una obra de teatro (‘De qué hablamos cuando hablamos de amor’, de Raymond Carver) donde pueda demostrar su talento como artista, demostrar que es mucho más que aquel tipo que estaba debajo del disfraz. Como un jugador que apuesta todo lo que le queda a una última ficha. La cinta lo seguirá en los días previos al gran estreno, a su última esperanza.
Ya lo habrán notado: a la manera de The Wrestler con Mickey Rourke, la película juega con los elementos autobiográficos del propio Keaton: un tipo nunca muy prestigioso que supo ser el Batman de Tim Burton y que nunca más alcanzó ese grado de popularidad –“la prima puta del prestigio”-. Es ésta, también, su resurrección, la reaparición furiosa a los primeros planos de Hollywood –que esperará consagrarla con el Oscar, la frutilla del postre del ambiente-, con un personaje monstruoso, desangelado, sólo interesado en revelar su talento artístico siempre ensombrecido por la figura del superhéroe, un pésimo padre, un aberrante (ex) marido y un gélido amante; un desgraciado preso en su propio laberinto.
La película, con su efectivo tono de comedia negra, se introduce de lleno –literalmente: casi todas las escenas son dentro del teatro- con una -no tan solvente- mirada crítica en el mundo artístico –las tablas y el cine, más bien-. Lejos de la panorámica glamorosa lo que encontramos es, básicamente, un lugar repleto de mierda: desde los compañeros de elenco –dispares en el desarrollo-, donde la principal figura actoral –el personaje de Edward Norton- reúne los peores vicios de las estrellas –el narcisismo y la pedantería extremo, intolerable- pero, más allá de su supuesta potestad –el público y la crítica lo aman- es también un desgraciado que intenta disimular su tormento: la impotencia sexual; su novia (Naomi Watts) no sabe disfrutar lo que significa la meca de su carrera por vivir subordinada a sus caprichos manipuladores; el productor –y amigo, aunque no parezca- (Zach Galafianakis más delgado y eludiendo clichés) atento a que se sostenga el negocio, los críticos –representada en una periodista construida a base de lugares comunes que tornan débiles los argumentos- , criaturas desalmadas sin una pizca de conmiseración, están viciados por el tufo viciado del ambiente, que se alimenta esencialmente con frivolidad: facebook, twitter, youtube, son las llaves vitales del éxito –cuyo principal termómetro son los likes, los seguidores y las visistas- y que condena –por no atraer en masa- cualquier tipo de afán filosófico, algún atisbo de profundidad. Y en esa gran cloaca también se imposibilita el establecimiento de lazos familiares: una hija huérfana que intenta abandonar la droga siendo la infeliz asistente de su padre y una ex esposa que no puede siquiera saludar sin sentirse infectada por la pus de los corrompidos.
Entonces, aunque el tono cambie, aunque se abandone el menú explícito de desgracias, el desprecio hacia sus personajes se mantiene intacto y hasta, más bien, exaltado por la acidez de una propuesta fuertemente amparada en la magia de uno de los mejores directores de fotografía de la historia del cine: ‘el chivo’ Emmanuel Lubezki. Su virtuosismo –potenciado sobre todo en sus trabajos con Alfonso Cuarón- saca a flote la enredada empresa –más bien un capricho de Iñárritu- del plano secuencia perenne. Es que en ciertas ocasiones esta decisión estilística –con momentos, sí, de copiosa belleza- pareciera no tener un sustento demasiado fuerte más que el atractivo visual de la apuesta; más de una vez la película pareciera estar pidiendo un corte que le de un respiro de la forzosa decisión.
Recordemos que Armando Bo nieto es uno de los guionistas y eso del artista, ensimismado, frente a lo que será su gran obra trae reminiscencias de El último Elvis. Pero, sobre todo, en esa radiografía negra del actor en su pesadilla, con una voz en off salida desde los infiernos mismos del resentimiento y la tempestad cerebral, hermana con la muy buena ópera prima de Juan Minujín: Vaquero. Pero mientras allí se apostaba por el drama más íntimo para registrar la oportunidad del pasaje a la fama del actor, hay acá un tono más distendido –aunque también más presuntuoso, con intertextualidades cancheras y una lograda banda de sonido constituida básicamente por una batería jazzera- e igualmente negro que se contiene en sus niveles de delirio -Iñárritu no se interesa en a ir a fondo con las escenas donde las cualidades superheroicas se presentan, en apostar, salvo al final, por la ambiguedad-. La propuesta, entonces, con su cambio de registro, no está exenta de ciertos males de su cine pero también ofrece inspirados momentos de comicidad y cavilación. Tómelo o déjelo.

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